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Por qué este es el momento de negociar la paz. El alegato de Jürgen Habermas

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Occidente suministra armas a Ucrania, y tiene buenas razones para hacerlo. Pero con ello se hace corresponsable del curso de la guerra y de sus consecuencias

La decisión de proporcionar tanques Leopard acababa de ser aclamada como “histórica” cuando la noticia ya había sido superada —y relativizada— por las sonoras reclamaciones de aviones de combate, misiles de largo alcance, buques de guerra y submarinos. Las llamadas de ayuda, tan dramáticas como comprensibles, de una Ucrania víctima de una invasión contraria al derecho internacional encontraron en Occidente el eco que cabía esperar. La única novedad en este caso ha sido la aceleración del conocido juego de exigencias cargadas de indignación moral de que se entreguen armas más potentes, y de la posterior mejora, efectuada una y otra vez, aunque no sin vacilaciones, de los tipos de armas prometidos.

Incluso en los círculos del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) se escucha ahora que no hay “líneas rojas”. Con la excepción del canciller y su entorno, el Gobierno, los partidos y la prensa hacen suyas de manera casi unánime las palabras suplicantes del ministro de Asuntos Exteriores de Lituania: “Debemos vencer el miedo a querer derrotar a Rusia”. Desde la incierta perspectiva de una “victoria” que puede significar cualquier cosa, parece sobrar otro debate sobre el objetivo de nuestra ayuda militar y sobre la forma de alcanzarlo. Así, el proceso de rearme parece adquirir un impulso propio empujado por la insistencia más que comprensible del Gobierno ucranio, pero alimentado en nuestro país [Alemania] por la actitud belicista de una opinión publicada casi sin fisuras que no da la palabra a la mitad de la población alemana con sus dudas y razones.

Incluso en los círculos del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) se escucha ahora que no hay “líneas rojas”. Con la excepción del canciller y su entorno, el Gobierno, los partidos y la prensa hacen suyas de manera casi unánime las palabras suplicantes del ministro de Asuntos Exteriores de Lituania: “Debemos vencer el miedo a querer derrotar a Rusia”. Desde la incierta perspectiva de una “victoria” que puede significar cualquier cosa, parece sobrar otro debate sobre el objetivo de nuestra ayuda militar y sobre la forma de alcanzarlo. Así, el proceso de rearme parece adquirir un impulso propio empujado por la insistencia más que comprensible del Gobierno ucranio, pero alimentado en nuestro país [Alemania] por la actitud belicista de una opinión publicada casi sin fisuras que no da la palabra a la mitad de la población alemana con sus dudas y razones.

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¿O tal vez no sea así del todo? Mientras tanto, surgen voces reflexivas que no solo defienden la postura del canciller, sino que instan a que se tome en consideración abiertamente el difícil camino hacia las negociaciones. Si me uno a estas voces es precisamente porque la frase “Ucrania no debe perder la guerra” dice la verdad. Lo importante para mí es el carácter preventivo de unas conversaciones a tiempo que eviten que una larga guerra se cobre aún más vidas, cause más destrucción y acabe enfrentándonos a una disyuntiva desesperada: intervenir activamente en el conflicto o abandonar a Ucrania a su suerte para no desencadenar la primera guerra mundial entre potencias con armas nucleares.

La guerra se prolonga; el número de víctimas y la devastación aumentan. ¿Debería el impulso de la ayuda militar que prestamos con buenas razones desprenderse ahora de su carácter defensivo porque el único objetivo posible es la victoria sobre Putin? Washington —en su postura oficial— y los gobiernos de los demás Estados miembros de la OTAN acordaron desde el principio parar en el punto de no retorno: la entrada en la guerra.

Las dudas del presidente estado­unidense, Joe Biden, justificadas no solo desde el punto de vista técnico, sino también estratégico, con las que se encontró el canciller alemán, Olaf Scholz, cuando los tanques estaban a punto de ser entregados, han ratificado esa premisa del apoyo occidental a Ucrania. Hasta ahora, la preocupación de Occidente se centraba en el problema de que serían únicamente los dirigentes rusos los que decidirían en qué momento el alcance y las características de las entregas de armas occidentales se considerarían una entrada en guerra.

Pero desde que China también se ha declarado contraria al uso de armas de destrucción masiva, esta preocupación ha pasado a un segundo plano. En consecuencia, los gobiernos occidentales deberían dirigir su atención a otro aspecto del problema. Desde la perspectiva de la victoria a toda costa, la mejora de la calidad de las armas que entregamos ha adquirido un impulso propio que podría empujarnos de manera más o menos inadvertida a traspasar el umbral de una tercera guerra mundial. Por eso, ahora “no se debería sofocar todo debate sobre en qué momento tomar partido podría convertirse en ser parte con el argumento de que solo con ello ya se le está haciendo el juego a Rusia” (en palabras de Kurt Kister en el suplemento del Süddeutsche Zeitung del 11-12 de febrero de 2023).

Caminar sonámbulo al borde del abismo se convierte en un peligro real sobre todo porque la alianza occidental no solo respalda a Ucrania, sino que no se cansa de asegurarle que apoyará a su Gobierno durante “el tiempo que sea necesario”, y que el Gobierno ucranio es el único que puede decidir el calendario y el objetivo de las posibles negociaciones. Puede que esta aseveración desanime al adversario, pero es incoherente y enmascara diferencias evidentes. Sobre todo, puede hacer que nos engañemos sobre la necesidad de emprender iniciativas propias para las conversaciones.

Por un lado, no tiene sentido que solo una de las partes implicadas en la guerra pueda determinar su objetivo bélico y, dado el caso, el calendario de las negociaciones. Por otro, el tiempo que Ucrania podrá resistir depende también del apoyo de Occidente.

Los intereses y las obligaciones de Occidente

Occidente tiene sus intereses legítimos y sus propias obligaciones. Los gobiernos occidentales operan en una esfera geopolítica más amplia y en esta guerra deben tener en cuenta otros intereses además de los de Ucrania. Tienen obligaciones legales con las necesidades de seguridad de sus ciudadanos y también —independientemente de lo que opine la población ucrania— una corresponsabilidad moral por las víctimas y la destrucción que causan las armas procedentes de sus países. Por lo tanto, no pueden trasladar al Gobierno ucranio la responsabilidad de las brutales consecuencias de una prolongación de las hostilidades que solo es posible gracias a su apoyo militar.

El hecho de que Occidente no puede evitar tomar sus propias decisiones importantes y responder de ellas se manifiesta también en su mayor temor: el escenario ya aludido en el que la superioridad militar rusa lo sitúe ante la disyuntiva de doblegarse o convertirse en parte beligerante. Otros motivos más inmediatos por los que el tiempo apremia para negociar son el agotamiento de las reservas de personal y de los recursos materiales necesarios para la guerra. El factor tiempo influye también en las convicciones y disposiciones de la población occidental. Asimismo, es demasiado sencillo reducir las posturas en relación con la controvertida cuestión del calendario de las negociaciones a la mera oposición entre moral e interés propio. Las razones que urgen a poner fin a la guerra son, sobre todo, morales.

Así pues, la duración de la guerra influye en las perspectivas desde las que las poblaciones la perciben. Cuanto más dura un conflicto armado, con más fuerza se impone la percepción de la violencia explosiva que caracteriza en particular a las guerras modernas y más determina la visión de la relación entre la guerra y la paz en general. Me interesan estas perspectivas por lo que atañen al debate que se está iniciando poco a poco en Alemania sobre el sentido y la posibilidad de las negociaciones de paz. Ya desde el principio de la guerra, dos perspectivas desde las que percibimos y evaluamos los conflictos bélicos encontraron expresión en la disputa sobre dos formulaciones vagas pero contrapuestas del objetivo de la guerra: ¿la finalidad de nuestras entregas de armas a Ucrania es que esta “no pierda” la guerra, o más bien lograr la “victoria” sobre Rusia?

Esta diferencia no aclarada en el plano conceptual tiene poco que ver con tomar partido a favor o en contra del pacifismo. Aunque es cierto que el movimiento pacifista surgido a finales del siglo XIX politizó la dimensión violenta de las guerras, el motivo que lo impulsó no fue la superación gradual de estas como medio de resolución de los conflictos internacionales, sino la negativa absoluta a tomar las armas. En este sentido, el pacifismo no tiene relevancia para estas dos perspectivas, que se diferencian una de otra por el peso que conceden a las víctimas de la guerra.

Esto es importante porque el matiz retórico entre las expresiones “no perder” y “ganar” la guerra ya no separa a los pacifistas de los no pacifistas. Hoy en día señala también las oposiciones dentro de la facción política que considera que la alianza occidental no solo está legitimada para apoyar a Ucrania, sino también obligada políticamente a prestarle ayuda con entregas de armas, apoyo logístico y asistencia civil en su valiente lucha contra un ataque, contrario al derecho internacional, a la existencia y la independencia de un Estado soberano, y manifiestamente criminal.

Esta toma de partido tiene que ver con la simpatía por la dolorosa suerte de una población que, tras muchos siglos de dominación extranjera polaca, rusa y austriaca, no obtuvo su independencia como Estado hasta la caída de la Unión Soviética. Entre las naciones europeas “tardías”, Ucrania es la más reciente. Podría decirse que es todavía una nación en ciernes.

Pero incluso en el amplio bando de los partidarios de Ucrania, las opiniones sobre el momento adecuado para las negociaciones de paz están divididas. Una parte se identifica con la demanda del Gobierno ucranio de que se aumente sin límites el apoyo militar para derrotar a Rusia y restaurar así la integridad territorial del país, incluida Crimea. La otra quiere impulsar los intentos de lograr un alto el fuego y unas negociaciones que al menos eviten una posible derrota y restablezcan el statu quo anterior al 23 de febrero de 2022. Los pros y los contras de esas posiciones son el reflejo de experiencias históricas.

No es casualidad que este conflicto latente reclame ahora con urgencia su resolución. Desde hace meses, la línea del frente está congelada. Con el titular ‘La guerra de desgaste favorece a Rusia’, el Frankfurter Allgemeine, por ejemplo, informa sobre la guerra de posiciones en torno a Bajmut, en el norte de Donbás, con graves pérdidas para ambos bandos, y cita la desgarradora declaración de un alto funcionario de la OTAN: “Aquello parece Verdún”. Las comparaciones con esa horrible batalla, la más larga y mortífera de la Primera Guerra Mundial, solo guardan una relación remota con el conflicto de Ucrania, y únicamente en la medida en que, a diferencia del objetivo político que “da sentido” al choque bélico, una prolongada guerra de posiciones sin grandes cambios en la línea del frente nos hace conscientes del sufrimiento de las víctimas. El estremecedor reportaje de Sonia Zekri sobre el frente, que no oculta sus simpatías, pero tampoco dulcifica nada, recuerda de hecho a las descripciones del horror en el frente occidental en 1916. Los soldados “a degüello”, las montañas de muertos y heridos, los escombros de casas, clínicas y escuelas, en otras palabras, la obliteración de toda vida civilizada, reflejan el núcleo destructivo de la guerra, que sitúa bajo una luz diferente la declaración de nuestra ministra [alemana] de Exteriores de que “nuestras armas salvan vidas”.

En la medida en que las víctimas y la destrucción causadas por los combates nos obligan a verlas como lo que son, la otra cara del enfrentamiento armado pasa a primer plano, y ya no es solo un medio de defensa contra un agresor sin escrúpulos; el curso mismo de la guerra se experimenta como una violencia aplastante que debería cesar cuanto antes. Y cuanto más se desplazan los pesos de un aspecto al otro, más claramente se impone esa sensación de que la guerra no debería existir. En las guerras, el deseo de vencer al enemigo siempre ha ido acompañado del deseo de acabar con la muerte y la destrucción. Y en la medida en que la “devastación” ha aumentado junto con la potencia de las armas, el peso relativo de estos dos aspectos también se ha desplazado.

La experiencia previa

Las bárbaras experiencias de las dos guerras mundiales y de la tensión de la Guerra Fría a lo largo del siglo pasado dieron lugar a un cambio conceptual latente en las mentes de las poblaciones afectadas. A menudo de manera inconsciente, estas llegaron a la conclusión de que las guerras, esa forma hasta entonces evidente de conducir y resolver los conflictos internacionales, eran del todo incompatibles con las normas de la coexistencia civilizada.

El carácter violento de la guerra perdió en cierto modo su aura de naturalidad. Este cambio generalizado de conciencia también ha dejado su huella en el desarrollo legal. El derecho humanitario bélico ya había sido un intento no demasiado fructífero de domar el ejercicio de la violencia en la guerra. Pero al final de la Segunda Guerra Mundial, la violencia de la guerra en sí misma tenía que ser pacificada por medio del derecho y sustituida por la ley como único modo de resolución de los conflictos in­terestatales. La Carta de Naciones Unidas, que entró en vigor el 24 de octubre de 1945, y la creación de la Corte Internacional de Justicia de La Haya revolucionaron el derecho internacional. El artículo 2 obliga a todos los Estados a resolver sus controversias internacionales por medios pacíficos. La conmoción provocada por los excesos violentos de la guerra fue la que dio origen a esta revolución.

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Las conmovedoras palabras del preámbulo reflejan el horror ante la visión de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. La frase clave es la que llama a “aunar esfuerzos para… establecer procedimientos que garanticen que la fuerza armada solo se utilice en interés común”, es decir, en interés de los ciudadanos de todos los Estados y de todas las sociedades del mundo tal y como establece el derecho internacional. Esta consideración por las víctimas de la guerra explica, por un lado, la abolición del ius ad bellum, el funesto “derecho” de los Estados soberanos a hacer la guerra a su antojo, pero también por qué la doctrina de la guerra justa basada en la ética no ha conocido ninguna forma de restauración, sino que ha sido abolida salvo en lo que respecta al derecho de legítima defensa del agredido. Las diversas medidas contra los actos de agresión que se enumeran en el capítulo VII se refieren a la guerra como tal, y exclusivamente en el lenguaje jurídico. Para ello basta el contenido moral inherente al propio derecho internacional moderno.

A la luz de estos hechos es como he entendido la formulación de que Ucrania “no debe perder la guerra”. Porque a partir de la moderación interpreto la advertencia de que tampoco Occidente, que permite que Ucrania siga la lucha contra un agresor criminal, debe olvidar ni el número de víctimas, ni el peligro al que se exponen las víctimas eventuales, ni la magnitud de la destrucción real y posible que se acepta con el corazón encogido en nombre del objetivo legítimo. Ni siquiera el partidario más altruista queda exonerado de la responsabilidad de ponderar esta proporcionalidad.

La vacilante formulación de que Ucrania “no debe perder” pone en entredicho una perspectiva amigo-enemigo que considera la solución bélica de los conflictos internacionales algo “natural” y sin alternativa, incluso en el siglo XXI. Una guerra, y con más razón la que ha iniciado Putin, es el síntoma de un retroceso con respecto al nivel de interacción civilizada entre potencias alcanzado a lo largo de la historia, especialmente entre aquellas potencias que han aprendido la lección de las dos guerras mundiales. Si el estallido de conflictos armados no puede evitarse con sanciones dolorosas incluso para los propios defensores del derecho internacional quebrantado, la alternativa necesaria —frente a una continuación de la guerra cada vez con más víctimas— es la búsqueda de compromisos tolerables.

La objeción es evidente: por el momento no hay indicios de que Putin vaya a emprender negociaciones. ¿No es esto razón suficiente para obligarle a dar su brazo a torcer por medios militares? Hay que añadir, además, que Putin ha tomado decisiones que hacen casi imposible entablar negociaciones prometedoras, ya que con la anexión de las provincias orientales de Ucrania ha creado hechos y cimentado reclamaciones inaceptables para los agredidos.

Por otra parte, esto quizá haya sido una respuesta, aunque desacertada, al error de la alianza occidental de dejar a Rusia deliberadamente a oscuras desde el principio en cuanto al objetivo de su apoyo militar, ya que ello dejaba abierta la perspectiva de un cambio de régimen, algo inaceptable para Putin. Por el contrario, el objetivo declarado de restablecer el statu quo anterior al 23 de febrero de 2022 habría allanado el camino posterior hacia las negociaciones. Pero ambas partes querían desalentar a la otra marcando posiciones muy ambiciosas y aparentemente inamovibles. Las condiciones no son prometedoras, pero tampoco desesperadas.

Porque, además de las vidas humanas que la guerra se está cobrando cada día que pasa, los costes en recursos materiales que no pueden reemplazarse a voluntad van en aumento. Y para la Administración de Biden, el tiempo corre. Solo esta idea ya debería invitarnos a presionar para que se hagan esfuerzos enérgicos de iniciar negociaciones y buscar una solución de compromiso que no otorgue a la parte rusa ninguna ganancia territorial posterior al inicio de la guerra, y que al mismo tiempo le permita salvar la cara.

Independientemente de que algunos jefes de Gobierno occidentales como el alemán Scholz y el presidente francés, Emmanuel Macron, tengan contacto telefónico con Putin, el Gobierno estadounidense, aparentemente dividido en este asunto, no puede mantener el papel oficial de espectador. Un desenlace negociado y sostenible no puede integrarse en el contexto de unos acuerdos de gran alcance sin la participación de Estados Unidos. Las dos partes beligerantes están interesadas en ello. Esto es válido para las garantías de seguridad que Occidente debe proporcionar a Ucrania, pero también para el principio de que el derrocamiento de un régimen autoritario solo es creíble y estable en la medida en que surge de su propia población, es decir, en que cuenta con apoyo desde dentro.

En general, la guerra ha dirigido la atención a la necesidad acuciante de una regulación en toda la zona de Europa Central y del Este que vaya más allá de los objetos de litigio entre las partes beligerantes. El experto en Europa del Este, Hans-Henning Schröder, exdirector del Instituto Alemán de Asuntos Internacionales y de Seguridad de Berlín, señaló (en el Frankfurter Allgemeine) los acuerdos de desarme y las condiciones marco económicas sin los cuales no es posible un tratado estable entre las partes implicadas directamente. La disposición de Estados Unidos a entablar esta clase de negociaciones de alcance geopolítico sería un mérito que Putin podría atribuirse.

Precisamente porque el conflicto afecta a una red de intereses más amplia, no puede descartarse de entrada la posibilidad de encontrar la manera de poner de acuerdo unas exigencias por ahora diametralmente opuestas que salve la cara a ambas partes.

Jürgen Habermas - 19 feb 2023 - 04:32 UTC

El regreso de la lucha de clases

El regreso de la lucha de clases

La globalización, una mayor desigualdad y la crisis en las clases bajas y medias devuelven el conflicto social al centro del debate en EEUU y Europa.

De la mano de la última fase de la globalización, de la creciente desigualdad, de la crisis y del final de un modelo de crecimiento económico, la idea de la lucha de clases está de regreso en Occidente. Y esta vez vuelve de la mano no solo de analistas neomarxistas, sino de un financiero como George Soros, o de sociólogos que han alertado sobre lo que está ocurriendo en estas sociedades occidentales. La idea de lucha, conflicto o guerra de clases vuelve a los análisis. Aunque no en la forma clásica.

Estados Unidos era un país profundamente optimista en términos sociales. Hace tan solo unos años, algunas encuestas indicaban que un 30% de los ciudadanos se consideraba perteneciente al 10% más rico. Hoy, según una reciente encuesta del Centro Pew, un 69% —19 puntos más que en 2009— de los norteamericanos —especialmente entre blancos de ingresos medios— piensa que el conflicto entre clases es la mayor fuente de tensión en su sociedad, claramente por encima de la fricción entre razas o entre inmigrantes y estadounidenses. George Soros, en una entrevista en Newsweek, habla de la “guerra de clases que está llegando a EEUU”. En muchos casos, sin embargo, se confunde conflicto entre clases con conflictos entre ricos y pobres.

Pues la tensión se da entre ricos y pobres o, por precisar, entre muy ricos y muy pobres. El movimiento Ocupa Wall Street y otros centros urbanos se presentan como la defensa del 99% frente al 1% más rico (que en realidad es aún menor). Y es que la desigualdad ha crecido en EEUU y, con ella, como recogía un reportaje de The New York Times, la movilidad social se ha reducido en ese país, debilitándose así la idea de la sociedad de oportunidades.

El filósofo esloveno, marxista (o, más precisamente, como le ha gustado definirse, leninista-lacaniano), Slavoj Zizek, en un artículo en The London Review of Books, aborda este tipo de protestas. “No son protestas proletarias”, señala, “sino protestas contra la amenaza de convertirse en proletarios”. Y añade: “La posibilidad de ser explotado en un empleo estable se vive ahora como un privilegio. ¿Y quién se atreve a ir a la huelga hoy día, cuando tener un empleo permanente es en sí un privilegio?”.

Zizek habla del surgimiento de una “nueva burguesía”, que ya no es propietaria de los medios de producción, sino que se ha “refuncionalizado” como gestión asalariada. “La burguesía en su sentido clásico tiende a desaparecer”, indica. Resurge como un “subconjunto de los trabajadores asalariados, como gestores cualificados para ganar más en virtud de su competencia”, lo que para el filósofo se aplica a todo tipo de expertos, desde administradores a doctores, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. Cita como alternativa el modelo chino de un capitalismo gerencial sin una burguesía.

Como señala el economista Michael Spence en Foreign Affairs, los efectos de la globalización en las sociedades occidentales han sido benignos hasta hace una década. Las clases medias y las trabajadoras de las sociedades desarrolladas se beneficiaron de ella al disponer de productos más baratos, aunque sus sueldos no subieran. Pero a medida que las economías emergentes crecieron, desplazaron actividades de las sociedades industrializadas a las emergentes, afectando al empleo y a los salarios ya no solo de las clases trabajadoras, sino de una parte importante de las clases medias, que se sienten ahora perdedoras de la globalización y de las nuevas tecnologías. Ya se ha hecho famosa la pregunta de Obama a Steve Jobs, el fundador de Apple, cuando en febrero de 2011 le planteó por qué el iPhone no se podía fabricar en EE UU. “Esos empleos no volverán”, replicó Jobs. La respuesta no trató solo de los salarios, sino de la capacidad y flexibilidad de producción.

El crecimiento de la desigualdad de los últimos años no es algo únicamente propio de EE UU, sino de casi todas las sociedades europeas, incluida España, a lo que contribuye el crecimiento del paro y se suma la creciente sensación de inseguridad que ha aportado la globalización. Hoy se sienten perdedores de la última fase de la globalización, de la crisis y de las nuevas tecnologías no solo las comúnmente llamadas clases trabajadoras, sino también las clases medias en EE UU y Europa.

Las sociedades posindustriales se han vuelto menos igualitarias. De hecho, EE UU vive su mayor desigualdad en muchas décadas. El sociólogo conservador estadounidense Charles Murray, en su último libro, Drifting apart (Separándose), ha llamado la atención sobre cómo en su país hace 50 años había una brecha entre ricos y pobres, pero no era tan grande ni llevaba a comportamientos tan diferentes como ahora. Los no pobres, de los que hablaba Richard Nixon, se han convertido en pobres. Aunque para Murray la palabra “clase” no sirve realmente para entender esta profunda división. Murray ve su sociedad divida en tribus; una arriba, con educación superior (20%), y una abajo (30%). Y entre ellas hay grandes diferencias de ingresos y de comportamiento social (matrimonios, hijos fuera del matrimonio, etcétera).

Otros añaden la crisis que en ambos lados del Atlántico están atravesando las clases medias. Refiriéndose a Francia, aunque con un marco conceptual que se aplica perfectamente a otras sociedades como la española, el sociólogo francés Camille Peugny, en un libro de 2009, alertó sobre el fenómeno de “desclasamiento”, un temor a un descenso social que se ha agravado con la crisis que agita no solo a las clases populares “que se sienten irresistiblemente atraídas hacia abajo”, sino también a las clases medias “desestabilizadas y a la deriva”. El desclasamiento, generador de frustración, se da también como un factor entre generaciones.

Y tiene efectos políticos. Según Peugny, los desclasados tienden a apoyar el autoritarismo y la restauración de los valores tradicionales y nacionales. Producen una derechización de la sociedad, frente a una izquierda que sigue insistiendo en un proceso de redistribución de la riqueza y las oportunidades que ya no funciona. Está claro que, en Francia, una gran parte del voto al Frente Nacional de Marine Le Pen, que le come terreno a Sarkozy, proviene de lo que tradicionalmente se llamaba clase obrera. O, ahora, de esa nueva clase en ciernes que algunos sociólogos llaman el precariado, pues las categorías anteriores ya no sirven.

En otras sociedades pueden darse otras reacciones. Así, en la Grecia castigada, las encuestas muestran que tres partidos de extrema izquierda (Izquierda Democrática, el Partido Comunista y Syriza) suman entre ellos 42% de la intención de voto, mientras los socialistas del Pasok (8%) se han derrumbado y Nueva Democracia domina el centro-derecha con un 31%.

Por primera vez en estos últimos años, la globalización, con el auge de las economías emergentes, especialmente China, está afectando no ya a los salarios de la clase baja, sino también a los empleos y remuneraciones de las clases medias de las economías desarrolladas. También con consecuencias políticas. Francis Fukuyama, que se hizo famoso con su artículo sobre “el fin de la historia” y el triunfo de la democracia liberal, ahora, en una última entrega sobre “el futuro de la historia”, también en Foreign Affairs, se pregunta si realmente la democracia liberal puede sobrevivir al declive de la clase media. “La forma actual del capitalismo globalizado”, escribe quien fuera uno de sus grandes defensores, “está erosionando la base social de la clase media sobre la que reposa la democracia liberal”. Tampoco hay realmente una alternativa ideológica, señala, pues el único modelo rival es el chino, “que combina Gobierno autoritario y una economía en parte de mercado”, pero que no es exportable fuera de Asia, afirmación que resulta cuestionable. Pero coincide con algo de lo que vienen alertando también otros intelectuales, como Dani Rodrik, que plantean ya abiertamente dudas sobre las virtudes de la globalización en su actual conformación.

El peligro del ‘precariado’

Hace ya algún tiempo, la Fundación Friedrich Ebert (socialdemócrata) había desarrollado el concepto de precariado, referido a un estrato social, dentro del proceso de transformación posindustrial, cada vez más desconectado del resto de la sociedad alemana y que elaboraron también politólogos como Frans Becker y René Cuperus. A menudo, son gente que vive en familias monoparentales y sufren enfermedades crónicas. No votan ni emiten votos protesta y desconfían de las instituciones políticas.

Recientemente, Guy Standing, catedrático de Seguridad Económica de la Universidad de Bath (Reino Unido), publicó un libro en el que desarrolla su análisis sobre lo que califica como una “nueva clase peligrosa”.

Para Standing, esta nueva clase había estado creciendo como una realidad escondida de la globalización —que ha supuesto una nueva Gran Transformación— que ha llegado a la superficie con la crisis que se inició en 2008. El sociólogo británico lo ve como un “precariado global” de varios millones de personas en el mundo que carecen de todo anclaje de estabilidad. No es parte de la “clase obrera” ni del “proletariado clásico”, términos menos útiles cuando la globalización ha fragmentado las estructuras nacionales de clase. Es una clase en creación, formada por un número creciente de personas —Standing calcula que una cuarta parte de los adultos de las sociedades europeas se pueden considerar precariado— que caen en situaciones de precariedad, que supone una exclusión económica y cultural. La caída en el desempleo y la economía sumergida es parte de la vida del precariado. También sus diferencias en formación con la élite privilegiada y la pequeña clase trabajadora técnicamente instruida.

Son “nómadas urbanos” que no comparten una identidad por el tipo de ocupación, pues esta cambia, pero sí por cuatro características: “La ira, la anomía, la ansiedad y la alienación”. No son solo jóvenes, sino que también mayores engrosan sus filas ante la crisis del sistema de pensiones. Y son personas que a menudo han tenido que romper con sus lugares de origen, adaptarse constantemente a nuevos entornos, a un coste psicológico elevado. Según Standing, es una “clase peligrosa” pues es pasto de todo tipo de populismos y extremismos, incluido el nacionalismo exacerbado, el proteccionismo y el antieuropeísmo. Por lo que se requieren medidas para evitar que siga creciendo.

Andrés Ortega - 20 Feb 2012 - 23:03 UTC